lunes, 14 de febrero de 2011

Pintura a sangre y fuego


Bruno Portuguez reúne, en su próximo libro-pinacoteca, personajes de valor universal.

El pintor Bruno Portuguez anuncia la cercana publicación de su libro “Retratos de viento y fuego”, una obra en la que reúne a 150 personajes, entre peruanos y extranjeros; una selección de su vasta obra.

A Bruno Portuguez le sucede algo propio de los grandes artistas: su sello personal hace reconocibles sus creaciones más que a su propio creador. Esos rostros angulosos, las huellas de su pincel-brocha y las tonalidades características de su paleta son inconfundibles.

“Ayataki”, de Federico García y Pilar Roca, contiene retratos suyos y de otros artistas que grafican ese “canto a los muertos” queridos que es el libro. Algunos afiches, trípticos y volantes, incluso publicaciones periódicas, aparecidas por el centenario del natalicio de José María Arguedas reproducen algunas de sus pinturas que tienen como motivo al escritor de “Todas las sangres”.

Es un artista noble. Nunca ha reclamado por ello. Incluso, ha hallado y comprado un pin de metal que reproduce uno de sus óleos de Arguedas y que alude el reclamo popular de que 2011 fuera declarado oficialmente como el año del escritor, por los 100 años de su natalicio.

En su casa en Chorrillos, la sala es una composición de óleos y objetos que hablan del artista y de los suyos: su familia, su habitación de cuando estudiante en Bellas Artes, su gusto por las cartas escritas a mano, sus perros Colmillo y Sirius… Importante es la presencia de su esposa en su pintura, Fanny Palacios Izquierdo, también pintora y nieta del escritor y educador peruano Francisco Izquierdo Ríos. 

Una fotografía de texturas monocromáticas del inigualable “Chino” Domínguez, tomada en el patio (su antiguo taller de paso) lo rescata para la posteridad colgada al final de la sala, donde empieza otro desfile de óleos que continúa de frente por el pasadizo o hacia arriba por la escalera. 

Es en la escalera donde cuelga un dibujo que hizo el maestro Teodoro Núñez Ureta de Bruno Portuguez, cuando éste era muy niño, quizá de 4 años de edad. Lo dibujó sin pensar que, con el tiempo, ese niño se convertiría en pintor y lo retrataría, a su vez, 26 años después, devolviéndole el favor y creando así una de las anécdotas más redondas de la plástica peruana, contada por Antonio Muñoz Monge en una publicación.

Otro artículo sobre Portuguez se titula: “Pintor de brocha gorda”. Más que una broma, es una descripción certera, ya que uno o dos de sus pinceles son, a simple vista, ‘brochas’ que tienen el ancho propicio para pintar una cerca, y que, por el aspecto de las cerdas cortas, uno no podría imaginar que se utilicen para esa pintura de grandes momentos y grandes personajes.

Perlas humanas
Nació en casa y creció en su natal Chorrillos, agua y tierra de pescadores; como su padre y, como consecuencia, él. Es por ello que gran parte de su pintura ha tenido como motivo a estos personajes. Así, otro titular lo ha rescatado para la posteridad como “Pescador de perlas humanas”. Tal vez es el título que debiera llevar este artículo, porque Bruno Portuguez ha extendido su pintura a retratar a perlas humanas como los escritores José María Arguedas y Francisco Izquierdo Ríos, el educador Horacio Zeballos, el pintor Víctor Humareda, los poetas Martín Adán y Juan Gonzalo Rose, el periodista César Lévano, los músicos Raúl García Zárate y Máximo Damián, y muchos más, de los cuales ha seleccionado 150 para “Retratos de viento y fuego”, un catálogo de pinturas y dibujos, con textos como referencias sobre los personajes, de próxima publicación.

Uno de los retratados es el poeta César Calvo, aquel que en un artículo que hiciera sobre Portuguez describiera su “color de la piel como tallada en arcilloso bronce” y “la fuerza fresca de la tierra sureña en sus colores hoscos y afables” de su pintura.

—Cesar Calvo me decía “Tú pareces un personaje de tu propio cuadro”, porque yo, generalmente, pinto gente trigueña; pescadores, por ejemplo. He sido, un poco, pescador, siguiendo el camino de mi padre. Calvo fue un buen amigo. Buen hombre. Se da la dualidad en él. Ser creador y, también, humano. Eso es esencial. Y Manuel Pantigoso me decía que, haciendo retratos, proyectaba mi propio yo, mi alter ego, y eso casualmente llamaba el maestro Oskar Kokoshka la cuarta dimensión, que el creador tiene que poner su espíritu en su obra, si no, sería de cualquiera. Por eso reconocemos un Van Gogh de un Goya o un Greco. Van Gogh tenía ese tinte de tormento, pero con mucha alegría por la vida, por el hombre. No podemos desligar eso. Es como pintar con tu propia sangre.

—Es curioso que dentro de estos 150 retratados no aparezca el nobel Mario Vargas Llosa. 

—Bueno, el libro ya estaba hecho cuando le dieron el Nobel. Hacer su retrato sería de un oportunismo completamente chabacano. Además, él tiene unas ideas con las cuales yo no comulgo. Respeto al escritor, pero yo pinto la unión del hombre con el artista. Yo no pinto al artista solamente.

—¿Qué tienen en común sus retratados?

—Su tremendo desprendimiento. La entrega de su persona al pueblo, a la humanidad. En mi caso, creo que uno debe pintar si tiene la necesidad de hacerlo, así como el ave siente la necesidad de volar. El pintor debe tener esa mística que tuvo el hombre del paleolítico. El arte es una religión, un credo; no un estatus de vida.

Hace un tiempo, hizo una exposición llamada “100 retratos de viento y fuego”. De ahí surgió la idea del libro, que tiene tres funciones:

—Rendir homenaje a estos 150 hombres y mujeres que le han dado al mundo mucho de su humanidad, su compromiso con el pueblo. Lo segundo es que sirva como testimonio, como un documento de estudio para los jóvenes pintores. La tercera condición es algo personal: desmitificar la plástica peruana, demostrar que las vacas sagradas de nuestro medio no son los grandes genios, los grandes pintores que (ciertos galeristas, críticos y medios de comunicación) nos quieren hacer ver. Este libro es un testimonio como pintor, como trabajador del arte. 

La propia sangre
Es bastante peculiar que, con tantos años en la profesión, no tenga un taller propio:

—A estas alturas, no tengo un taller adecuado. He pintado en lo que ahora son tragaluces, lo que iba a ser un baño, en pasadizos, en el patio, en la sala, en el comedor, pero no en un taller. Ahora estoy pintando en lo que va a ser el cuarto de mi hijo.

Eso no le importa. A Bruno Portuguez, lo que le importa es el espíritu del artista.

—No se trata de ser un buen pintor, sino de ser un artista. El artista crea un mundo, lo recrea a su manera y le influye su espíritu, su temperamento. El verdadero artista se juega por entero lo que cree y en contra de la crítica, del mismo sistema, y arma una obra. El hombre, sobre todo en este momento, está más abocado a la cuestión económica y no tiene el poder de la sensibilidad y desconoce a sus verdaderos artistas. Y, como diría Mariátegui, a veces tiene que ‘vender su talento’ para poder sobrevivir; hacer esa creación heroica, como habla Mariátegui, mantenerse a costa de todo, es bien duro, pero es lo único que le queda al artista para desarrollarse. El camino es así: arduo y pedregoso. Nosotros podemos ver en un cuadro de cualquier pintor, incluso grandes maestros, un bonito color, buena composición, nada más; pero el contenido, la emoción, a veces no. De eso adolecen los pintores modernos, de la deshumanización completa.

Ahora entiendo aquello de “pintar con tu propia sangre”. Mariátegui también decía que en sus “7 ensayos”, siguiendo a Nietzsche, trató de “meter toda mi sangre en mis ideas”. Eso piensa y hace Portuguez:

—El artista es un trochero. Abre su propio camino. Se puede desbarrancar, morir en el intento, pero se atreve. Otros rehúyen y buscan un camino más llano. 

No sólo en sus colores se nota su propia sangre, sino también en sus trazos: angulosos, fuertes, Seguros. Para él, el artista tiene que abrir trocha, es decir, hacer un arte-camino propio por donde nadie se haya desplazado antes; abrir trocha con el pincel, en su caso, como quien lo hace con un machete en la siempre novedosa selva.

Sus inicios fueron precoces. Pinta desde que recuerda, pero en tercero de media decidió ser pintor. Quiso dejar la secundaria, porque su profesor comentó que en la Escuela de Bellas Artes se recibía a la gente sin secundaria completa, pero su madre hizo que cumpliera sus estudios básicos antes de ese paso. Bellas Artes lo acogió en 1974.

—¿Por qué una gran parte de sus cuadros son retratos?

—El retrato es una de las temáticas más difíciles que hay en la pintura; es, tal vez, la más delicada y la más sinuosa. Los primeros retratados eran mis amigos más cercanos. Lo hacía por amistad; era mi forma de estimarlos. Esos fueron mis primeros retratos. Los amigos posaban yo —lo que es mejor— tenía modelos gratis a mano. Por eso está el retrato de (los entonces jóvenes) Antonio Gálvez Ronceros o Manuelcha Prado, por ejemplo. El libro que voy a publicar es un inicio de 150 retratos. Quisiera llegar hasta donde da la vida, porque me quedan muchos por retratar y rendir homenaje.

Sobre sus retratados
“A Francisco Izquierdo Ríos tuve la suerte de conocerlo en su casa de Chaclacayo. Yo era muy buen amigo del pintor Pancho Izquierdo López, su hijo, y de su esposa, la escritora Ana María Mur. No lo pinté personalmente.

A Martín Adán lo vi una vez y a Georgette Philippart también, pero no conversé con ellos. Además, Adán se sentaba en su mesa y no dejaba que nadie se le acerque; era un bebedor solitario. Lo vi en el bar Palermo.

A Humareda lo conocí el 74, porque era muy amigo cercano de Pancho Izquierdo López, mi amigo y profesor de dibujo en Bellas Artes. Humareda lo buscaba a Pancho a Bellas Artes para conversar. Y Pancho le decía a Víctor, ‘A ver, enséñeles a dibujar a los muchachos, enséñeles cómo se dibuja’ y Víctor tomaba una pose en broma y se daba unos aires de estar en una concentración suprema y dibujaba y luego se mataba de risa. Para nosotros era un espectáculo ver a un maestro de esa talla.

A Manuel Jesús Orbegozo lo conocí (a través de sus textos) porque coleccionaba sus crónicas, sus viajes, sus travesías por el mundo. Recién nos hemos encontrado físicamente tal vez hace unos 7 años más o menos. Me hizo una entrevista y también a mi esposa. Yo le hice un retrato que él conserva en su casa.

Alejandro Romualdo era miembro de la Asociación de Amigos de Mariátegui. Lo he visto ahí, en la calle y en la marquetería de un amigo. Él pintaba también. Mandaba a hacer sus marcos donde un amigo que tenía una galería que se llamaba Rembrandt. Coincidíamos. También hice un apunte en tinta de él. No sé quién lo tiene. Y quedamos en hacer un retrato en óleo, pero, lamentablemente, falleció, y el que le hice fue póstumo.

A Aquiles Ralli lo conocí muy joven en una exposición en la galería El Sol, en Jesús María.

David Herskovitz es un gran amigo y, para mí, de lejos, el mejor pintor del medio.

Con César Lévano hicimos amistad en los últimos años. Me gustó el título de “Pescador de perlas humanas” que puso en una entrevista. Siempre leo en el diario lo que escribe. Pero no sé qué piensa de mi obra.

A Juan Gonzalo Rose lo vi un poco enfermo, pero no tuve la valentía de acercarme. A veces se nos escapan esas oportunidades de conocer a grandes hombres. Pero hay una venganza. En mi caso, retratarlos. 

En cuanto a Raúl García Zárate, soy gran admirador de su Música.

Con Antonio Gálvez Ronceros tenemos amistad desde hace muchos años. Todo un caballero.

Con Marco Martos somos amigos. Según él, el (ya fallecido) poeta José Watanabe le dijo que cómo iba a tener colgadas en su pared láminas y no una pintura. Entonces me encargó un Dante Alighieri. Desde entonces comenzó a colgar cuadros en sus paredes.

A Horacio Zeballos lo he visto en las marchas del Sutep. Tampoco tuvimos oportunidad de hacer amistad. Le hice un retrato a pedido de un amigo.

Con Margot Palomino nos conocemos como 30 años.

En cuanto a Ricardo González Vigil, me hubiera gustado que haya un crítico de ese nivel humano y, sobre todo, de su sinceridad, pero en la pintura. Desgraciadamente, no hay crítico imparcial en la plástica peruana. Todos son parciales. Pero a él lo considero un crítico imparcial, honesto.


Marco Fernández
Editor Cultura
Fuente: Diario La Primera